Al revés que en la imagen de infinitud bibliográfica alrededor de la cual Borges construyó buena parte de su narrativa y su poesía, la semana pasada me encontré en un diario gringo con la foto de un autor que compró a precio de huevo los tres mil ejemplares que su casa editorial iba a desechar -literalmente los harían tira-, se consiguió plata e instaló en Nueva York una librería con un solo libro: el suyo. Uno esperaría encontrarse la estampa de un hombre doblado por el cansancio como un árbol ante la tromba, defendiendo su quimera tras un aparador añoso, enloquecido de fiebre melvilleana y disfrazado de viejo librero de Manhattan, como quiera uno imaginarse ese cliché con suspensores y camisa o puntuda barba blanca y riguroso traje negro. Pero no; el dueño de la librería de un solo libro está sentado a la entrada de su negocio, sonriente, bien peinado, las piernas abiertas, los brazos sobriamente cerrados dentro de una camisa ajustada de azules brillantes. Confía en sí mismo, nos quiere vender lo suyo. Pero, ¿qué es lo suyo? Pienso en la noción de bibliodiversidad que trataron de poner a trabajar nuestros colegas mayores de Lom, de Dolmen, de Cuarto Propio, hace más de una década en Santiago, y cuando me pregunto por qué una noción cultural no llega a las personas del grupo en que surje me respondo que acaso sólo los cuerpos trabajan: los libros se leen, se rescriben, se vuelven a leer; si quedara un solo libro que es leído por alguien, existe la literatura y el trabajo de ese editor estaría cumplido. En cambio ese reflejo eminentemente mercantil, trabajólico, weberiano del autor tan obsesionado porque tiene un solo libro, y por eso quiere encontrarle una ventaja comercial a la desproporción entre esfera pública y esfera privada que surge al momento de publicar una tirada de miles de ejemplares sólo porque a su editor le tinca que puede interesar a las masas -si en una persona que edita cupieran todas las personas, esa persona habría tenido que ser lectora ferviente de Pablo de Tarso, de Whitman o de Marx, no de Borges ni menos de un manual de edición comercial-, esa reflexión es parte del espejo oscuro con que la parte anglogermana y la parte indolatinafricana de lo que llamamos América se miran mutuamente. Ángel Rama habló de la desgracia que nos vino con la imprenta: la idolatría hacia la letra fija, el olvido consciente de que entre imprenta -que se oxida tarde o temprano- e impronta -esa abstracción eterna y universal- hay una vocal de diferencia aunque, como asegura el Zohar, en una vocal -aliento, último suspiro, exhalación primera de una pareja- cabe un mundo entero y quizá otro y otro.